Banús de irrealidad

6/08/2012

Puerto Banús: el lugar con más tiendas de lujo por metro cuadrado (Dolce, Valentino, Louis Vuitton, Jimmy Choo, Blablabla…) del mundo. Misión: buscar aquí señales de crisis. Complicado, a primera vista. Banús es el parque temático marbellí donde, en vez de hacerte la foto con Mickey Mouse, te la haces frente a un yate de 90 metros con un Bentley en la cubierta y seis modelos en biquini bebiendo martinis. Vienes aquí a observar a los ricos, o a jugar a ser uno de ellos. Como terapia en tiempos de depresión económica, es un plan; como catalizador para la revolución, también.

En caso de que ocurriese, no esperen que los rusos se apunten. Hubo una época cuando el peor susto que le podías dar a un cristiano era decirle: “¡que vienen los rusos!”. Hoy en Banús, y en Marbella en general, el deseo de los nativos es que vengan más. Como me explicó un camarero canario, “piden diez de todo”. Olvídense de los alemanes —en los bares y restaurantes—; en los hoteles, en las inmobiliarias, todos me repetían lo mismo: los rusos son nuestra salvación. Gracias a su espectacular vulgaridad, a su desesperado afán por superar medio siglo de complejos respecto al capitalismo occidental, los hijos del proletariado soviético son los que más invierten en la única rama de la economía española que hoy sigue creciendo. Franco y Fraga, los padrinos del turismo costero, se revolcarían en sus tumbas.

Los rusos compiten por la medalla de oro del mal gusto solo con los ingleses, el eterno pilar de la industria turística española —la reina los salve—. No andan por las calles con fajos de 500 euros en los bolsillos (un ruso enfrente de mí en la cola de un pequeño supermercado le ofreció a la chica un billete de 500 por un gasto de 9,80), pero abundan. A diferencia de los pocos españoles que se ven por Banús (pero que, eso sí, hacen un esfuerzo por preservar una cierta dignidad), los ingleses se lanzan de cabeza al espejismo de que pertenecen a la jet set. Se los puede ver en todo su cutre esplendor en el Ocean Club, una especie de navío blanco amurallado (para alejar a la chusma mirona) con una piscina gigante rodeada de un archipiélago de colchonetas que cuestan 325 euros al día. Tan apartados del resto del mar de culos como si los separase el canal de la Mancha, las tribus inglesas se emborrachan con aplicado fervor, se lían en las colchonetas a vista de todo dios, acompañan el champán francés con hamburguesas. Hay un rincón relativamente discreto del recinto con mesas y manteles, pero ahí no se acercan los ingleses: el menú y la lista de vinos son exageradamente finos. Ahí van los holandeses, franceses y belgas y otros que han alcanzado aquella etapa de la evolución en la que el ser humano aprendió a disfrutar del arte de la conversación y el buen comer.

Me explicaron que en la vida real muchos ingleses tienen trabajos grises que pagan poco, pero ahorran todo el año para poder exhibirse durante una semana en este babilónico escenario. El Ocean Club, como todo Puerto Banús, vende la ilusión de exclusividad, ofrece el sueño de que al atravesar sus fronteras has ganado admisión al beau monde. Me suscribí al sueño. Fui a una discoteca llamada Billionaire, patrocinada por el repelente Flavio Briatore, figura en el mundo de la fórmula 1 y exnovio de la no menos repelente Naomi Campbell, del que me habían hablado por su fama de servir copas a 45 euros cada una. Decepción, y primer atisbo de la crisis que buscaba: solo costaban 15 euros. Bueno, la verdad es que hubo una decepción anterior: el mero hecho de que me dejaran entrar, pese a que llegué sin Ferrari o belleza puti-Versace en el brazo, delató que de ambiente billionaire esto tenía poco. Supongo, de todos modos, que los clientes prefieren no reflexionar sobre estas crueles verdades, ni ver que, pese a los pretenciosos mueblecitos rosados —medio Dalí, medio Ikea— que adornan el antro, los baños son tan básicos como el de cualquier bar de pueblo. Intuí que los inversores no habían apostado con convicción. Si se llevasen los mueblecitos, lo que quedaría del Billionaire Club sería un patio baldío.

Alguna metáfora para la crisis tenía que haber aquí, pero encontré una mejor paseando de noche por el puerto. Cuatro miembros de una familia española —pareja de mediana edad y dos hijos— apretaban las narices contra el escaparate de una tienda de relojes. Se llenaban los ojos con los Rolex, los Cartier, los Richard Mille, recordándome a la escena de Oliver Twist, de Dickens, en la que unos huérfanos salivan ante una mesa de gordos con pinta de banqueros devorando montañas de rosbif, repollo y patatas. Una imagen —más real que Puerto Banús— para los tiempos que corren.

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