Fukushima aguó la fiesta de la central

7/09/2012

A principios de 2011, la central nuclear de Garoña preparaba una serie de festejos para el mes de abril, cuando cumpliría los 40 años de vida para los que fue inicialmente diseñada. Superar ese hito bien merecía una celebración, pues era lo que fijaban la ley no escrita, el PSOE y los ecologistas como máximo de funcionamiento.

Garoña, la central más antigua de España, había cruzado el Rubicón. Sin embargo, el 11 de marzo, a solo unas semanas de los festejos previstos y con las invitaciones ya enviadas, un tsunami destrozó la central japonesa de Fukushima. El efecto fue enorme sobre toda la industria nuclear, pero mucho más sobre Garoña, cuyo reactor es gemelo al del primero de Fukushima. La central suspendió discretamente sus fastos, y año y medio después sigue acusando el golpe. Ni la llegada al poder de un partido pronuclear como el PP termina de salvarla.

Endesa e Iberdrola, propietarias al 50% de la central, han dejado pasar el plazo para pedir la renovación de la autorización, que queda ahora con pie y medio en el desguace. La fecha de cierre fijada sigue siendo julio de 2013, la misma que decidió el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en 2009. Pese a los repetidos anuncios del PP de que Garoña no se podía cerrar, fundamentados en las supuestas ventajas que tendría mantenerla, se aproxima la clausura.

Las eléctricas alegan que no saben cómo les afectará la reforma energética ni los tributos que planea la Junta de Castilla y León. Y que eso –que es seguro que bajará la rentabilidad de la planta-, unido a las inmensas inversiones en seguridad derivadas del accidente de Fukushima y las impuestas previamente por el Consejo de Seguridad Nuclear hacen que sea dudosa la rentabilidad de la prórroga hasta 2019. En el camino quedan las alusiones al empleo en una zona deprimida, a la dependencia energética del exterior y a la necesidad de reducir la emisión de gases de efecto invernadero. En Garoña la cuestión siempre fue el dinero. Y las cuentas ya solo cuadran a martillazos.

Garoña, la central nuclear de Franco

En 1971, Franco inauguró la nuclear de Garoña, en Burgos. Era el segundo reactor nuclear en España y el primero con una potencia (400 megavatios) significativa. Según un diseño de General Electric, la central comenzaba una senda de planes nucleares en España que siguieron durante casi 20 años y que terminaron con la mal llamada moratoria nuclear.

La planta, refrigerada con agua del Ebro, situada muy cerca de la provincia de Álava, está en un precioso y pobre entorno, en una comarca sin más industria que esa. Siempre ha sido reconocida dentro del Consejo de Seguridad Nuclear como una de las que mejor funcionaban. En los años 90 fue acusada de tener grietas en la vasija, aunque el Consejo siempre estuvo de su parte.

En 2003, tras un acuerdo político entre PSOE y PP, el Consejo decidió cerrar la nuclear de Zorita (Guadalajara), con lo que los focos pasaron a Garoña, la más antigua. Desde entonces casi todo ha estado en contra de la central.

Primero llegó a La Moncloa José Luis Rodríguez Zapatero (“el más antinuclear del Gobierno”, como se llegó a definir en privado el líder socialista), que prometió un calendario de cierre nuclear. De cumplirlo, le tocaría a Garoña seguro; así lo pregonaban destacados socialistas. La central tenía que pedir la renovación de licencia en 2009. Como cumplía los 40 años en 2011, Zapatero podía perfectamente cumplir su compromiso de cerrarla cuando cumpliera ese límite de vida hábil para el que fue diseñada.

Pero llegó la fecha y el Gobierno del PSOE, tras un extraño proceso administrativo en el que el expediente iba y venía, decidió finalmente fijar el cierre en 2013. Hubo divisiones dentro del PSOE y Zapatero encontró menos respaldo del previsto. Con eso, Garoña superaba los 40 años de vida y, sobre todo, el problema quedaba para otro Gobierno.

Las eléctricas ejercieron toda su capacidad de presión porque hasta ahora las nucleares han sido una hucha. Son inversiones realizadas hace décadas y que no se encargan de gestionar los residuos radiactivos que generan. Aún así, cobran la luz que producen al mismo precio que una central de gas recién inaugurada. Eso generó los llamados “beneficios caídos del cielo”, conocidos desde hace años pero que el Gobierno del PSOE nunca atajó.

La catástrofe de Fukusima cambia el escenario

Cuando parecía que la planta había superado lo más difícil y que tenía el viento de cola, llegó Fukushima. Y sus consecuencias. Alemania, Italia, Bélgica, Suiza, Chile, Estados Unidos… cancelaron o paralizaron sus planes nucleares. 25 años después de Chernóbil, la industria nuclear volvía a tener un problema de credibilidad. Poco después del tsunami, y por pura deducción, la banca suiza UBS colocó a Garoña en la lista negra de centrales que cerrarían, lo que provocó el enfado de la central.

En España afectó menos que en el resto de Europa. Pese a la ambigüedad del PP en muchos temas en campaña, lo fue menos en Garoña. Rajoy era pronuclear y lo decía. Miguel Arias Cañete, hoy ministro de Medio Ambiente –y hermano del director de la división nuclear de Endesa-, declaró en campaña que el cierre de Garoña era “revisable”.

Nada más llegar al Gobierno, el PP comenzó el proceso para renovar Garoña. Esgrimía que el empleo de la central era imprescindible; que la dependencia energética del exterior, intolerable; que la pérdida de tecnología inasumible, y que los consumidores tendrían que pagar más por la luz si cerraba. Había prisa porque la prórroga nuclear requiere muchísimo papeleo y estudios técnicos en el Consejo de Seguridad Nuclear. Lo más sencillo en ese plazo era ampliar la vida hasta 2019, puesto que el Consejo ya había realizado los estudios para esa fecha. En julio, Industria aprobó la orden ministerial y fijó que la central debía pedir la prórroga “con anterioridad al 6 de septiembre”, plazo que venció el miércoles.

Para seguir funcionando, Garoña debe realizar inversiones masivas. En 2009, el Consejo la eximió de dos gravosas obras porque solo iba a funcionar cuatro años más. Hoy son imprescindibles. Se trata de renovar kilómetros de cable y un sistema de asilamiento de la sala de control. A eso se suman las nuevas inversiones derivadas de Fukushima, incluido un búnker para los trabajadores en caso de accidente y un sistema de venteo para evitar una explosión como la de Japón.

La empresa no ha dado la cifra de cuánto costaría, pero para dar una idea la central Suiza de Muehleberg, idéntica, ha anunciado que tendrá que invertir 140 millones de euros para seguir funcionando. Invertir una cantidad equiparable en Garoña (que tiene menos de la cuarta parte de potencia que Almaraz -Cáceres-, por ejemplo) para solo seis años es, como mínimo, dudoso. Sobre todo, cuando las eléctricas tiene problemas para acceder al crédito y cuando la Comisión Europea ha dicho que las nucleares en España reciben “una compensación excesiva”.

A las inversiones y la reforma energética se suman crecientes dudas de seguridad. Bélgica acaba de detectar fallos graves en la vasija de la central de Doel. Y avisó a España porque el fabricante holandés de esa vasija también realizó la de Garoña, algo que investiga el Consejo.

A todo eso hay que añadir la crisis y otros factores como la caída del precio del gas. Con la caída de la demanda eléctrica, las centrales de gas apenas funcionan. Las eléctricas se metieron en una espectacular carrera para construir estas plantas –llamadas de ciclo combinado- y ahora nadie necesita su producción. Como todo lo que genera Garoña va a costa del gas, que también pertenece a las mismas empresas, les quita parte de negocio a Endesa e Iberdrola.

Puede que las eléctricas estén jugando a tensar la cuerda, a conseguir mejores condiciones del Ejecutivo. Eso es lo que apuntan en su nota cuando afirman que “en caso de que se despejaran estas incógnitas en torno a la viabilidad económica de la central de Santa María de Garoña, estaría en condiciones de solicitar la renovación, puesto que técnicamente reúne todos los requisitos para seguir operando de una manera fiable y segura”. Y puede que lo consigan y que en el último momento Garoña siga abierta.

Aunque cada día que pasa es más difícil, porque no solo haría falta una nueva orden ministerial, sino que el Consejo debería avalar la prórroga en muy pocos meses. El organismo había dicho que necesitaba tiempo para estudiar el expediente. El pleno del Consejo, compuesto por cinco consejeros –dos a propuesta del PP, dos del PSOE y uno de CiU– no es ni mucho menos antinuclear. Pero tampoco está tan politizado en estos momentos como para asumir cualquier orden del Ejecutivo. Es cierto que en 2009 hicieron un informe para el Gobierno en solo unos días –cuando a última hora Miguel Sebastián descubrió que de la forma que había tramitado el expediente no podía darle solo cuatro años más, sino cerrarla o usarla otros diez años-, pero eso generó un enorme malestar en el organismo, que prometió que no volvería a ocurrir.

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