La política subterránea aflora. ¿Cambiará algo?

9/07/2012

El vientre de Europa incuba desde hace un lustro el inquietante virus del malestar social. Mientras en las cumbres los líderes europeos intentan poner parches a los problemas, en los valles del continente grandes masas se reafirman cada vez más en un grave sentimiento de hartazgo y desconfianza hacia las instituciones políticas que rigen sus sociedades. En estos años, algunos han pedido un cambio manifestándose y celebrando asambleas en las plazas públicas; otros, entregando su voto a nuevos partidos; muchos, apuntándose a carros populistas, nacionalistas y extremistas. Es difícil pronosticar si el virus del malestar provocará un sano proceso de regeneración y fortalecimiento del cuerpo político europeo; un debilitamiento; o un estancamiento, que tendría todo el sabor de un coma inducido. Pero está claro que los equilibrios políticos están cambiando con rapidez.

El fenómeno no es exclusivo de los países con mayores dificultades económicas. Esta era de crisis, frustración y recelos está abriendo grietas por doquier en Europa. A través de ellas, afloran a la luz varios discursos alternativos a los dominantes desde la posguerra. Hay pujantes nuevos partidos, como los piratas alemanes y el Movimiento V Estrellas italianos; movimientos ciudadanos que han despertado amplias simpatías, como el 15-M y el Occupy The London Stock Exchange, y florecen formaciones populistas derechistas y antiinmigración, como los Auténticos Finlandeses, Demócratas Suecos o el Jobbik húngaro. Sus objetivos son dispares, pero comparten un común denominador: todos cogen impulso de la insatisfacción, en este duro tiempo, con el modelo político vigente.

Un reciente estudio publicado por la London School of Economics (LSE) define este fenómeno paneuropeo como el “brotar de la política subterránea”. Muchos ciudadanos europeos confían en que estos movimientos sean vehículos para promover un cambio. ¿Hay alguna posibilidad de que lo logren?

Mary Kaldor, directora de la unidad de investigación sobre sociedad civil de la LSE y coautora del estudio, cree que sí. “En varios aspectos, ya lo están logrando. Que países de la Unión Europea hablen de la tasa Tobin [impuesto sobre las transacciones financieras] o de la supervisión de las entidades bancarias tal y como se hace ahora hubiese sido impensable hace algunos años. Hay grandes cambios en acto en este preciso momento”, dice Kaldor, en conversación telefónica desde Reino Unido.

“Yo no tengo dudas de que habrá cambios. El problema es ver cuáles”, prosigue la coautora del estudio, que se centra en radiografiar el fenómeno, pero no profundiza en sus consecuencias. “Hay impulsos para que la democracia sea más representativa y transparente o para una mejor redistribución de la riqueza; pero también hay un auge de sentimientos xenófobos y nacionalistas. Mi temor es que, si desde arriba no se empieza a abrir la puerta a ciertos cambios, estas últimas instancias puedan imponerse”.

Kaldor cree que las circunstancias en las que se producen brindan a estos movimientos extraordinarias oportunidades para obtener significativos cambios reales. “Recuerdo las movilizaciones en contra de la guerra de Irak o en contra del cambio climático. Quizá fueron más masivas que las actuales, pero no fueron tenidas muy en cuenta. En cambio, está claro que ahora estas protestas están teniendo un impacto en el establishment”, dice.

Las cúpulas no pueden permitirse desoír del todo las peticiones. Más allá del número de personas que se manifiestan en la calle o de la cantidad de votos obtenidos, las encuestas señalan que varias reivindicaciones de estos movimientos gozan de amplia y transversal simpatía en las sociedades; gozan además de gran visibilidad mediática y de las nuevas herramientas de movilización brindadas por la tecnología; y se enfrentan a un sistema mucho más frágil —y por tanto forzado a escuchar— que antaño.

Estos argumentos suenan razonables. Sin embargo, empíricamente, también lo es sostener que tanto el 15-M como el Occupy, objetos de mucha atención y simpatía en su momento, parecen haberse evaporado. ¿Pueden entonces movimientos de esa suerte influir de verdad o están condenados a que se los lleve el viento?

“Yo sí creo que van a dejar una marca, pero a ellos mismos probablemente se los va a llevar el viento”, responde Carlos Carnero, director gerente de la Fundación Alternativas y exeurodiputado del PSOE. “Van a dejar una marca porque conseguirán que los grandes partidos acepten algunas de sus propuestas, que realmente son sentidas por la mayor parte de la ciudadanía. La comodidad en la que han vivido en los últimos 50 años las dos grandes corrientes políticas europeas —la democristiana y la socialdemócrata— ha terminado. Estos partidos tienen que aceptar que hay que cambiar cosas. Sobre todo dos: su relación con la ciudadanía, y su funcionamiento interno. Está claro que hay un divorcio en ciernes que se puede evitar solo si cambian muchas cosas”.

Carnero subraya la erosión que sufren las dos grandes familias políticas en Europa. La racionalidad hace, por tanto, pensar que los partidos mayoritarios tienen interés en atender las demandas de cambio más populares. Pero, admitiendo que lo intenten, ¿mantienen todavía la credibilidad suficiente como para frenar la estampida de votantes?

Las encuestas sobre el grado de confianza de los ciudadanos europeos en los partidos son demoledoras. Según el Eurobarómetro, en muchos países el número de encuestados que confía en los partidos no supera el 20%. En España, según un reciente estudio de Metroscopia publicado por EL PAÍS, apenas llega al 9%. Ello se debe, naturalmente, sobre todo a la mala reputación de los partidos dominantes.

Kaldor considera que esta es una variable clave para resolver la ecuación. “¿Quién puede dar una respuesta a estos nuevos anhelos? Por un lado, aparecen nuevos partidos que cosechan buenos resultados. Pero, de momento al menos, ninguno parece tener una propuesta política realmente articulada y madura. Por el otro, entre los grandes partidos tradicionales, los socialdemócratas son aquellos que, en teoría, están mejor situados en el espectro político para dar respuestas a esos anhelos. Pero se hallan muy débiles, y no está claro que tendrán la capacidad de renovarse”, dice Kaldor.

“La situación recuerda mucho a los años veinte”, prosigue la académica. “En esa época los socialdemócratas estaban muy débiles, y esa debilidad causó los problemas que estallaron después. En las últimas dos décadas ha ocurrido algo parecido. Los socialdemócratas se han debilitado apuntándose al discurso del nuevo liberalismo. Después de la II Guerra Mundial, lograron renovarse. El dilema es: ¿pueden renovarse, como lo hicieron aquella vez? ¿O tiene que venir algo completamente nuevo? Claro está: si viene algo nuevo, no está garantizado que ese espacio político será ocupado por partidos de credenciales democráticas impecables”.

La referencia a los años veinte y treinta no es infrecuente en los análisis político-económicos actuales. El premio Nobel de Economía Paul Krugman, por ejemplo, insiste en los paralelismos entre las dos situaciones desde hace tiempo. Para neutralizar ese espectro, Kaldor considera indispensable que se actúe a escala europea. Según ella, el nivel global es políticamente inmanejable, mientras que el nacional-local es insuficiente para responder a muchos de los retos.

En Europa, por ejemplo, cobra cada vez mayor fuerza la idea de un impuesto sobre las transacciones financieras. Una decena de países están dispuestos a ir adelante aun sin el acuerdo de los demás. Esta es una iniciativa que tendría poca eficacia si la ponen en marcha por países aislados. Y es un caso prototípico de acción política que responde en buena medida a la presión social ejercida en los últimos años.

El furor popular contra los desmanes financieros también tiene mucho que ver con las iniciativas para poner límites a las retribuciones de banqueros y quizá incluso al activismo judicial sobre sus actuaciones, muy evidente recientemente en Reino Unido —el caso de Barclays— y España —caso Bankia—. También hay una clara correlación entre las protestas y la promesa del nuevo presidente francés, François Hollande, de establecer un tipo impositivo del 75% para las rentas superiores al millón de euros. Este también ha rebajado el sueldo de los miembros su Gobierno.

De la misma manera, la fortaleza de Auténticos Finlandeses y del Partido de la Libertad holandés tiene mucho a que ver con la estrenua resistencia de Finlandia y Holanda a que el fondo europeo de rescate pueda comprar títulos de deuda soberana en los mercados secundarios.

Las instancias de estos nuevos grupos de presión tienen repercusiones a gran escala. Pero también en lo local, su impacto potencial no debe de ser minusvalorado.

“Vivimos un momento de desconfianza generalizada”, comenta Ignacio Urquizu, sociólogo de la Universidad Complutense de Madrid. “Por un lado, hacia las instituciones democráticas, que en muchos casos los ciudadanos perciben como vaciadas de poder en favor de técnicos que no pasan por elecciones. Por el otro, hacia la clase política. Los partidos están dejando de ser operativos como instrumentos para canalizar las demandas de los ciudadanos. Tomemos como ejemplo los desahucios. Si quieres oponerte a uno, no acudes a un partido político: vas a una plataforma. Los partidos están dejando de ser la correa de transmisión entre los ciudadanos y el poder político. Esto es un escenario perfecto para que surjan nuevas fuerzas o plataformas ciudadanas. A escala nacional es difícil que tengan éxito, porque las leyes electorales a menudo lo dificultan, pero pueden tenerlo a escala local. Enseguida pienso en el caso de Parma [en Italia, donde el Movimiento V Estrellas del cómico Beppe Grillo ha logrado la alcaldía] y en el de Torrelodones [donde una plataforma ciudadana local también se hizo con la alcaldía]”.

Por mucho que se reconozca su influencia en varias iniciativas políticas, los ciudadanos que desean profundos cambios en los sistemas europeos las percibirán como resultados insuficientes, muy distantes de los grandes anhelos que los animan. Sin duda, está muy extendida la sensación de que los pilares del sistema son inmutables. Eppur si muove. Y sin embargo, al menos un poco, se mueve, como dijo Galileo de la Tierra tras ser obligado a abjurar.

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