“No somos diferentes, también somos ambiciosos”

16/07/2012

Duele más el corazón que no poder mover las piernas. Con una taza de té calentándole las manos, Esther Vergeer (1981, Holanda), triple oro olímpico individual en tenis sobre silla de ruedas, desgrana la historia de un éxito que no tiene nada que ver con que lleve 459 partidos invicta. Esta fue una niña de ocho años que entró andando en un quirófano por un problema en la columna y salió en silla de ruedas. Una adolescente rodeada de “vacío”, “vergüenza” y gente que le trataba en la escuela “como a un bebé”. Una mujer, finalmente, que ha vencido en la vida porque está lista para sonreír, fundar una familia y ayudar a otros con su fundación. “El deporte”, dice, “fue una forma de aceptar mi discapacidad y después me ha dado la oportunidad de enviar un mensaje al mundo: no somos diferentes, trabajamos duro y somos ambiciosos. La vida no se acaba cuando te pasa algo malo, por muy terrible que sea. La vida no se para. La vida sigue”.

Vergeer elige una mesa alejada del frío que entra por una puerta abierta, aunque teme que la conversación se pierda entre el ruido de la abarrotada cafetería. Llegar hasta aquí ha sido una pequeña odisea. Antes de pedir su té, la holandesa ha tenido que coger dos ascensores, abrir al menos cuatro puertas, subir, bajar, empujar con sus poderosos brazos la silla a través de varios metros de pasarelas. Quien haya visto a la número uno en un gimnasio sabe que esos bíceps nacen en entrenamientos intensísimos. Quien la vea moverse tan ágilmente no tiene por qué saber que ella misma ha desarrollado su silla, valorada en 15.000 euros. Quien mida a la campeona por sus tiros, sus títulos y su grupo de trabajo (entrenador, preparador físico, coach mental…) no tiene por qué saber las aristas de su biografía.

“Solo tenía ocho años”, cuenta sobre el día que cambió su vida. “Al volver a la escuela e intentar jugar al escondite, me di cuenta de que todo era más difícil, de que era diferente”, sigue tras pedirle a la camarera que no le retire la bolsita del té. “Pasé momentos difíciles. Al llegar al instituto, con la pubertad, cuando las apariencias son tan importantes, cuando importa tanto ser parte del grupo guay, pasé días muy duros”, añade. “Todos salían, iban a las discotecas, tenían novios… y yo sentía vergüenza de que los chicos no se interesaran en mí. Fue muy difícil. Encontré una salida en el deporte. Un ambiente seguro: nadie me miraba fijamente, nadie me juzgaba por mi silla”.

A Oscar Pistorius, atleta sudafricano, los compañeros le escondían las prótesis de sus piernas para luego alertarle de un incendio. A Vergeer no. “A mí”, recuerda, “me hacían daño con palabras e ignorándome”. “Duele”. “La gente a tu alrededor es clave”, sigue. “Tú puedes ser positivo, pero si los que te rodean sienten pena, empiezan a decirte ‘es horrible que ya no puedas andar’, ‘mejor no nos vamos de vacaciones porque yendo contigo es un lío’, si te hacen sentir como un peso sobre sus hombros, es difícil seguir siéndolo. Ser pesimista es más fácil. El deporte es optimismo. Te da energía. Te lleva a querer mejorar, a ponerte metas cada vez más altas”.

Suenan entonces los altavoces. Vergeer espera a que se anuncie su partido. Se activa el animal competitivo. “Entreno para estar motivada, concentrada y alerta”. Hay que despedirse. Sonríe: “No se olvide las galletas”.

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